Alberto Isaac Gutiérrez Martínez
Pez abisal, soundtrack original por Sonidos del Abismo.
Los monstruos son reales, y los fantasmas también: viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan.
Stephen King
“¡Red ya no existe!” fue lo primero que dijo mi hermano, tras hallar al cadáver de nuestro pez betta flotando apaciblemente en su pecera. Escuchar aquello no me pareció extraño en lo absoluto, ya que el animal llevaba varias semanas presentando un color anormal y pasaba la mayor parte de su tiempo en el fondo del receptáculo, algo que se alejaba diametralmente de su comportamiento cuando recién llegó al departamento. La verdad es que hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance para reanimarle, para disipar a esas fuerzas invisibles que amenazaban con quitarle la vida, pero debo admitir que todos nuestros esfuerzos fueron en vano, revelando así nuestra mala suerte en materia de milagros.
Recuerdo que Sara, la pareja de mi padre de aquel entonces, recurrió en un primer momento a la aplicación del azul de metileno, algo que hizo para ganarse nuestra confianza más que para salvar al animal, pues mi hermano Hernán y yo, como hijos postizos, éramos bastante difíciles y nos hallábamos lejos de entender eso de divorciarse de nuestra madre solo porque las cosas se liaron un poco —esto último es un aspecto que se aprende con la experiencia o es una “cuestión de tiempo” como los profetas acertadamente suelen decir—. Sobre el primer remedio utilizado, el azul de metileno, éste no contribuyó en lo absoluto a la mejoría de Red, y eso que es tenido como la panacea o la cura universal para resolver todos los males de la vida acuática, una sustancia equiparable al famoso Paracetamol en el caso de la especie humana. En consecuencia, procedimos a la administración de otros medicamentos que vendían en algunos acuarios de la ciudad, acción que tampoco mostró resultados favorables.
He de confesarles que la situación del pez me tuvo con cierta mortificación en los días previos a su muerte, ya que verlo “tristear” o deambular sin esperanza en la pecera que se encontraba en una de las mesillas de la sala, me daba la sensación de que algo no estaba bien con este mundo. No estoy seguro, pero creo que fue un sábado por la noche cuando me harté de toda la situación, por lo que decidí notificarle a mi familia sobre mi plan para acabar con la vida del pez. Estábamos cenando mi padre, Sara, mi hermano Hernán y yo, cuando les propuse abiertamente que me haría cargo del animal, porque se encontraba en un estado lamentable, aunado a que no tenía derecho a un depredador como sí suele ocurrir en la naturaleza. La pareja de mi padre fue la primera en reaccionar, afirmando que mi propuesta le parecía una salvajada, que existía una posibilidad mínima de que se salvara, que a ella no le gustaría que le hicieran lo mismo y dijo algo de “tener fe”, una frase de la que desconozco su significado preciso hasta la fecha. Mi padre, en cambio, no se anduvo por las ramas como era habitual en él, y al ver mi rostro lleno de determinación, sugirió llanamente que pusiera un poco de agua a hervir para después arrojar al pez en ella, lo que le provocaría una muerte instantánea e indolora. Sara no demoró ni un segundo en pellizcarle el antebrazo, cosa que a él no le importó en lo más mínimo pues siguió comiendo su ensalada como si nada. Hernán, mi hermano, quien parecía más interesado en remover todos y cada uno de los guisantes del arroz, solamente se limitó a decir “vivirá hasta dónde llegue”, mostrando el orgullo infantil de poder decidir sobre una vida.
No puedo establecer con exactitud quién fue el monstruo en aquella velada, tan solo sé que las cosas fueron aplazadas, como suelen hacer las familias ante situaciones difíciles, y el pez murió por sus propios medios tres días después, el miércoles por la madrugada, probablemente cerrando su ciclo vital con la danza mortuoria transmitida por sus ancestros, la cual consiste en girar rápidamente para después descender, marcando el desenlace de su vida. Despedimos a Red sin ninguna clase de honores, ni gloria, y fue arrojado al inodoro como mucha gente suele hacer en varias ciudades del mundo. Aunque algo me dice que nuestra indecisión no se quedará ahí, pues una parte de mí intuye que llegará la fecha en la que tendremos que tomar una elección similar, que deberemos deliberar si desconectaremos o no a un familiar o a un allegado cercano. Es altamente probable que volveremos a la escena del viejo comedor y que estaremos reunidos los cuatro monstruos, mi padre, Sara, Hernán y yo, para después encontrarnos frente a una masa sanguinolenta, fétida y amorfa que responderá al nombre de Red, quien nos dirá que esta vez no se irá hasta que hallamos tomado una decisión, esperando que luchemos entre nosotros para resolver lo que no tiene solución, los intersticios de un dilema, el horror que causa la existencia de las paradojas.
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