Andrés Mijangos Labastida
Hartazgo Silencioso, soundtrack original por Lóbrego Abisal.
Hace unos días compré una hermosa calabaza en el mercado. Pesaba, aun así, la cargué con ambas manos hasta mi casa. Se la enseñé a mi abuela que se trenzaba el cabello frente al televisor.
– Voy a hacer dulce de calabaza para el primero de noviembre.
– ¿Para qué? Ya tenemos comida. Esa calabaza solo se va a pudrir.
Ella concentraba su atención en su trenza y en la televisión, cualquier cosa que dijera ahora, no la escucharía. Dejé la calabaza en el centro de la mesa del comedor. Todavía no estaba en su punto, había que esperar un poco.
Es de mañana, hago el desayuno. La calabaza me observa desde su posición privilegiada.
–Se va a pudrir, tírala mejor. Ahórranos las moscas y la peste.
–Hay que esperar un poco, le falta – Me desespera que mi abuela insista con los mismo.
–¿Y qué? Si la cocinas no va a saber bien, como estos huevos que están medios crudos – Los señala con un rostro mohíno y después no volvemos a hablar.
Regreso del trabajo, la abuela se encuentra en el sillón. Me ofrezco a ayudarle con su trenza, ella apenas puede mover las manos. Es artrítica. Creo que acepta, hace un gesto confuso, me acerco a ella, y no me rechaza. Con cuidado comienzo a trenzar su largo cabello, paso una hora entrelazando la urdimbre que nutre su cabeza. Termino y me voy a mi cuarto. Después, haré una sopa instantánea para ambas, mis manos están entumidas, la calabaza puede esperar otro día.
Camino hacia la cocina para beber agua, y preparar la cena. Desde la esquina la puedo observar con detenimiento sin que ella lo note, se deshace la trenza. Me quedo quieta mientras desenreda su pelo, e inicia de nuevo. Cenaré sola, allá ella como le hace.
No nos dirigimos la palabra. Espero un día. Otro. No se disculpa, no hay ningún gesto de reconciliación de su parte, continúa con su rutina como si nada.
La confronto, te vi el otro día, abuela. Por un instante, creí que no sabía a qué me refería. Me equivoque. Sabía perfectamente.
– La trenza estaba mal hecha, como tu tienes el cabello chino de tu madre, nunca aprendiste a trenzar bien.
Me alejo de ella, sus palabras se hacen borrosas, la calabaza continúa en el centro, la levanto, se ha comenzado a pudrir. Enarbolo un cuchillo y lo clavo hasta el fondo, la cáscara es dura, se opone a la hoja, que parece doblarse. La calabaza se resiste, chilla. Respiro, hago más presión, siento cómo la hoja se desliza. Me enfoco en su filo, de reojo veo mi mano manchada de sangre. Cierro los ojos. Al abrirlos, mi mano está bien. Continúo cortando, la calabaza se defiende, pero ya no patea. La tomo con fuerza del tallo que es flexible. De nuevo parezco estar cubierta de sangre, me engaño, debe ser una ilusión. Respiro. Todo esta bien, no me he cortado. Con ambas manos arranco el último pedazo, retiro con cuidado la parte podrida, hasta que queda completamente blanca, el tallo cenizo descansa en el suelo y mi abuela guarda silencio.
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