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Entrevista con Pedro, el Africano

Updated: Nov 15, 2021

Soledad Santana

Pedro, el africano, fue un esclavo, agitador y contrabandista caribeño del siglo XVIII; muerto en escaramuza, y que por una razón que Doña María no tiene muy clara, la cual Pedro se niega a explicar, su espíritu se canaliza a través de ella.

Doña María Asunción Díaz Morgan tiene 77 años. Abandonó Cuba a los 13 y comparte cuerpo con otra entidad. Pedro, el africano, fue un esclavo, agitador y contrabandista caribeño del siglo XVIII; muerto en escaramuza, y que por una razón que Doña María no tiene muy clara, la cual Pedro se niega a explicar, su espíritu se canaliza a través de ella.

Doña María emigró a Estados Unidos en el 2015, donde lleva una vida completamente normal, excepto por una especie de servicio que presta a quien se lo pide sin percibir nada del cobro para ella; pero Pedro sí espera un trago de ron y fumarse un puro durante la consulta.

Yo conocí a la señora María de toda la vida, pero se me permitió presentarme ante Pedro hasta que tuve 25. Una vez, de niña, me asomé a la sala en que se sostenían las sesiones. Al momento del “intercambio”, lo más llamativo era la notable alteración en el tono de voz de doña Mary, por lo común dulce, cambiada a una especie de gemido de goznes. A Pedro no le gustó nada mi oculta intromisión, su gesto de obsidiana se clavó en mí a través del desfase de la puerta: “¿Qué hace esa niña aquí?”

Solo mantuve una entrevista en forma con él, de la cual reproduzco los rasgos generales a continuación.

* * *


Había un ambiente familiar, la plática animada de las personas llegaba hasta el recibidor. La casa olía a perfumes atrapados, pasamos a la sala para saludar. Doña Mary nos recibió como siempre, ofreciendo café y dando lugar a que las minucias se pusieran al día, antes de entrar en materia.

La sala siempre estaba lista, la luz corriente inhibida por la penumbra cultivada en el recinto. Doña Mary encendió las velas, las personas que íbamos a consultar a Pedro nos sentamos, entonces Mary tomó su lugar. No hubo ninguna especie de ritual, solo sirvió medio vaso de ron y dejó el puro listo en el cenicero limpio, cerillos al lado, sin navaja: Pedro corta el cigarro de una mordida.

De inmediato me di cuenta de que Pedro se acordaba de mí. Se me quedó viendo mientras encendía el habano.


— Tienes tú un mal, mulata, pero no vienes a que yo te cure, quizá no pudiera. — Le pregunté qué quiso decir, pero no elaboró.


Primero dio la palabra a las otras gentes, una por una. La costumbre era atender personalmente, y tomarse cuanto tiempo necesitara; pero la popularidad de Pedro se esparció de tal manera que tuvo que cambiar sus modos. Además, siempre sospeché que las repercusiones para Doña Mary iban más allá de los minutos de sonsera con que se quedaba después de cada sesión.

Y los fue despidiendo, uno por uno también, como iba acabando de atenderlos. De modo que nos quedamos solos, Pedro y yo.


— Todavía estás muy chica para entender que el conocimiento no es todo el poder ¿Tú te crees que por los hilos que manipulas tienes alguna fuerza? La fuerza no está ni en el mono ni en la mano…


Y antes de que le replicara, se calló. Sentí como que la pared a la que le iba a dar un manotazo se había desvanecido.


— También debes cuidarte de los clavos y tornillos, del buey y el cabrón, si venías por consejo.


Así que hube de entender tiempo después lo que me dijo, lo segundo primero y lo importante después de mucho rato.


— En tu paso vas a encontrar brechas hondas y estacadas furiosas, ni por la mano ni por el mono haz de salvarlas, mulata.


Doña Mary regresó en sí. El vaso estaba vacío y el cigarro a medio quemar.

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