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Visiones de Shalem

Updated: Oct 5, 2021

Juan de Dios Ávila Maya


Danzón del íncubo, soundtrack original por Gallus Mathías.


Siempre tornas a lamer la yaga cruda de mi cabeza. Apareces, buscas, traicionas ¿nunca se huye de ti? ¿Ni siquiera en los sitios que se supone te están vedados? En Shalem no te admitían. Llegué ayer por la tarde a los suburbios. En una alcoba de alquiler, frente a un espejo de latón, lavé mi rostro con agua limpia. La luz del crepúsculo se filtró a través de la pequeña ventana e iluminó mis ojos dulcemente y creí, convencido, que por fin estaba solo. No te sentí llegar. Eres de sombras.

Al comenzar la noche una ráfaga de tu respiración apagó el fuego de la vela. A tientas busqué aferrarme a un muro y hallé mi cama. Allí esperabas. No sola. Junto ti se retorcía un diablo calvo. Sin vergüenza alguna, teniéndome frente a ustedes, le rogaste te tomara con ese ruego lascivo que yo bien conozco. Él comenzó a abrazarte, a hundir su lengua en la vereda de tu sexo. Bífida bestia apretaba tus músculos, ¡qué diferente a mí, qué pausado, lento, mirada grosera, obscena; uñas animales, piel dura, ríspida, podrida! Y tú: gemidos de hiena pariendo a la luz lunar del desierto, olor de mar que ya no es mar, de sal inmóvil, de algas secas. Debí haberlos matado. Por Dios que sólo tuve una erección.

Las tinieblas del cuarto no dejaron constatar si el íncubo se fugó en tus entrañas. Algo de sí, lo visible, desapareció en un rincón allí mismo. Bien pudo penetrarte hasta medio pecho. Tú naturaleza da para eso y más. Un rostro pálido clareó la penumbra, se volvió hacia mí. Dijiste “Este dios nos salvará”; tu mirar se fijó en mis ojos: tú, que eres la ciega. Mis piernas dejaron de responder. Me arrastré nervioso y salí por la puerta trasera a uno de los tantos callejones de Shalem. Quise prender fuego a la casa, levantar una pira ¿pero qué lograrían las llamas contra ustedes? Me reincorporé torpemente y busqué a mi único amigo en esa ciudad: Álcimo.

Al llegar a la casa de Álcimo lo desperté de su sueño. Tomó a tientas mi mano con su propia mano pellejuda, manchada. Sorteamos callejas estrechas que nos condujeron a las afueras de Shalem. Atrás quedaron los barrios oscuros, la muralla y la alcabala. Mi guía escogió una lánguida vereda: rastro somero en la arena. A los lejos las luces de los caseríos fueron mitigándose: centenar de luciérnagas inmóviles en el horizonte. Álcimo sacaba considerable delantera. Su vigor no era el de un anciano, parecía un pastor o, mejor aún, un soldado.

A mis pulmones los abrazó el calor de las primeras horas de la madrugada. La sal picó mi nariz: el primer anuncio del cercano mar. Pronto alcanzamos unas dunas. Detrás de ellas contemplé la playa y al sol despuntar en oriente. Hasta ese momento Álcimo mostró un signo de cansancio al recargarse en su bastón improvisado. Sonrió. Sus ojos siguieron por un breve instante la cadencia de las olas. De nuevo cogió mi mano. Confesó que él sabía quién eras. Noches antes te le presentaste para ofrecerle riquezas si acaso me asesinaba. Tomó por detrás mi nuca. Sentí sus dedos fríos. Nada de eso, juró, tenía que preocuparnos. Él, Álcimo, no permitiría que humillaran mi sangre. Sonrió de nuevo.

Me aparté del viejo amigo, saqué mi navaja y se la encajé en el estómago. Removí la mano asesina dentro de su vientre, desgarré sus tripas. Apenas gimió. Álcimo —su cuerpo fresco— quedó tendido en la playa: piel de cera, ojos vacíos de sol. Una sombra en ese cadáver alcanzó el galopar de las olas. ¿Te habré vencido...?


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