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Writer's picturesucedáneo de difunto

La carcajada hiriente

Francois Villanueva Paravicino


Sardónica, soundtrack original por Sonidos del Abismo.


Al despertar, como una navaja tajándome la boca del estómago, escuché con horror aquella horrible carcajada. Enfebrecido, casi paranoico, observé a todos lados, pero la habitación, estrecha y repleta de libros, aparte de estremecerme más, me hizo dudar de la realidad que hería mis retinas.

Tuve que salir a desayunar donde la vecina, una señora de edad que me tenía carisma. Los últimos días la había notado extraña, como si escondiera algo sobre mí y no quisiese contármelo. Al probar los fideos, los sentí desabridos e, incluso, mal cocidos. Pero no me atreví a reprocharle ni contarle las tribulaciones que me atacaban con una angustia depresiva.

Al cerrar la puerta, oí unos pasos que, alejándose por la vereda, soltaban aquella horrible carcajada. Aparte de ofensiva y estrepitosa, invasiva y excesiva, ridícula y vergonzosa, insoportable y dolorosa, e, incluso, hiriente para los tímpanos y la sesera, tenía que escucharla cada corto tiempo. Bastaban unas horas o, peor, unos minutos, para sentirla palpitar bajo mis orejas calientes, que, como es vox populi, era porque mal hablaban o se burlaban de uno.

No, aquella mañana no podría leer, que era una de las virtudes del que siempre me vanagloriaba. Me ordené, como un imperativo categórico, hacer limpieza de la casa; pero desistí cuando quise pasar trapo por los muebles, pues, como ya lo sospecharán, aquella monstruosa carcajada pareció espumarse de la radio que encendí antes. Esta vez, al parecer, provenía del locutor, que, como verán, imaginé un ser deplorable.

Al sentirme fastidiado e incómodo, decidí dar un paseo por el parque. El viento fresco, liviano y agradable, me calmó los ánimos. Al sentarme en una de las bancas, bajo la sombra de unos enormes pinos, traté de pensar en cómo me liberaría de aquella persecución burlesca.

Cuando el sol ardía más y el viento soplaba con sutileza, casi a la hora, vi asomarse a cierta persona, que se dirigía a mí con toda la intención del mundo. Al verlo más cerca, pude reconocerlo. Era el poeta de Los excesos de la juventud, un amigo que conocí en un recital y que, según la crítica literaria feminista, toleraba cierta mala fama.


— Hola, estimado Alter — dijo con voz escrutadora.

— Hola, Redvil, no pensé que vivieses por aquí.

— No, camarada, solo vine por ti — dijo y, como si sintiera una roca en la cabeza, me aturdió aquel designio.


En efecto, paré las orejas. No tenía mucha confianza en aquel, ni aún peor nunca le dije donde vivía.


— Y cómo así, Redvil, para qué cosa me necesitas.

— Vine solo para visitarte, amigo, quiero hacerte compañía — dijo con una voz que sonó, créanme, consternada.

— Siéntate y dime, por favor, qué novedades en nuestro majestuoso mundo literario local, que tanto nos interesa.

— Me importa un bledo aquel mundillo; yo, por mi parte, continúo escribiendo y vendiendo mis libros — expresó con voz extraña y yo, más calmado, quise reírme, pero un estremecimiento nervioso espabiló mis ánimos.

— Y cómo te va en aquel negocio.

— Un gran poeta es un artista, y el artista solo vive de su arte. Yo trabajo, y aquel defecto me impide llegar a ser un verdadero artista. Pero también vendo mis libros.


Y ya cuando me enfrascaba en la conversación, preguntándole sobre sus lecturas y nuevas creaciones, un poco más tranquilo, pasó por nuestro lado un señor conversando por celular, aquel que, alejándose, soltó aquella risa chillona, parecida o igual a la que me atormentaba. Al fruncir las cejas y bajar la mirada con preocupación, viéndome aturdido, Redvil me preguntó:


— Y tú, ¿qué te cuentas?


Forjando un rictus de desagrado con los labios, como si me costase hablar, expresé con desazón:


— Solo quiero estar solo — dije, y me puse de pie —. Me voy a casa.

— Te acompañaré. Llévame a tu casa. Quiero ver tu biblioteca.

— No puedo, amigo. Lo siento, pero no puedo. No tengo una biblioteca ni mucho menos ganas de seguir charlando.

— Ah… Pero, por favor, si me prestas unos diez soles, podré pagar cierta deuda. Necesito que me ayudes — rogó con voz conmovedora—. Te mentí. No tengo trabajo.


Al verlo mejor, como si recuperara la claridad de la mirada, pude apreciarlo con el rostro mustio, pálido, casi amarillento, acaso con ictericia. Tenía los ojos sanguinolentos y, como si lo pudiera oler de cerca, su aliento expelía hambre.


— Te daré un ejemplar de mi poemario. Por favor, compañero —suplicó.

— Ya, ya… Ya tengo tu poe…

— Solo necesito diez soles, amigo — dijo con voz tan débil que pareció que pronto aquel desfallecería y caería muerto en el piso. Su mirada, a la vez, se perdía con vacilación, producto tal vez del desfallecimiento.

— Pero no… No, no tengo…


Y lenta, de forma perdida, bajó la mirada inclinando la cabeza con tristeza, como si él y yo nunca hubiésemos escuchado nuestros nombres en el anuncio final con altoparlante de los ganadores del último concurso literario del año; y aquello, como si yo también sufriera con la misma intensidad aquel golpe bajo, me hirió más.

De forma vertiginosa, sentí una inmensa solidaridad con aquel amigo que, es verdad, también me producía cierta simpatía. De inmediato, como si su problema fuese el mío, busqué la billetera, lo saqué atolondrado y pude ver, como si fuera la única realidad ante mis ojos, un solo y único billete de cincuenta soles. No tenía monedas ni otro billete. Era aquel único billete de cincuenta soles de tono rojizo, pardo y claro. Al instante, como si mirarme me atrajera, lo miré a él. Su mirada era apremiante de necesidad y de ayuda.


—Tómalo, amigo, y no me busques nunca más —dije y le ofrecí el billete, quien, antes de cogerlo, quiso sacar su «bendito» poemario, lo que me desesperó más—. Cógelo… Cógelo antes que me arrepienta, Red… Vil…


Como si lanzara un puñetazo, lo atrapó con desesperación, y lo estrujó entre sus dedos y la palma, dudando de la realidad. Antes de ver la transformación violenta de su rostro, yo le daba la espalda alejándome con prisa con dirección a casa. Una tormenta con truenos y rayos se desató en mí, y la horrorosa carcajada hiriente se centuplicó en mi enfebrecido seso. Aquella tempestad atizada por la contradicción y, de modo irremediable, la preocupación, me hizo sentir tan vulnerable ante aquel terrible mal que me atormentaba, aquella horrible paranoia que nació en la temprana juventud.

A los pocos minutos, llegué a casa con el estómago excitado, gruñón e irritado. Apresurado y desesperado, busqué el último tomo de las obras completas de Gustav Flaubert, pues, como tenía acostumbrado, escondía los ahorros entre las hojas de Cartas a Louise Colette, y, aunque removí todos los libros de la habitación, pesquisando rincón a rincón, desordenando y hasta deshojando páginas, no hallé la única salvación que guardaba como el as bajo la manga, que era, como verán, mis últimos ahorros.

La carcajada estalló a lo lejos más hiriente que nunca, asfixiante, sarcástica, sardónica y presidiaria. Me elevó por los aires, me hundió en lo más profundo de la tierra, y, al igual que si tuviera ramas que me enredaran y aplastaran con furia, no pude moverme de aquel lugar, tal especie de Prometeo que desafió a los dioses. Me sentí en una cárcel de barras infranqueables y cadenas indestructibles. Y descubriéndome destruido, aplastado y molido, cual si hubiese descendido al círculo más sórdido de los infiernos y hubiese sido expulsado como un apóstata, escuché, como si fuera un ruido luminoso y sublime, etéreo y esperanzador, tocar la puerta. Dudé si era Dios.



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