La verdad sobre el caso Reynolds
- sucedáneo de difunto
- Oct 7, 2021
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C.U.E.R.V.O, soundtrack original por Lóbrego Abisal.
En los recintos de la suprema justicia ya me esperaban los potentes krubínes del divino magistrado Raguel, así como el total de procuradores de la verdad eterna: dominios, potestades, principados… cuya sublime atención daba a la corte una infinidad teseráctica; bajo la que los monseñores, albaceas de carne, cebaban su autoridad. Con un mundano gesto, como aburrido de verme la faz poblada de hinchazones y hematomas, el arzobispo Lambruschini me transmitió la orden emitida por los sagrados signos de que rindiera mi reporte. Enterré mi conciencia hondo en el corazón, único palimpsesto de los mortales: maldito Reynolds.
“Establecí contacto con el réprobo en la fecha terrenal del 29 de septiembre, anno domini 1849. Quien en vida era reconocido por el nombre Poe, uno de los tantos en lengua humana para llamar a los espíritus penosos, como fue notado por las excelencias que graciosamente me asignaron la misión. Y el perseguido bien parecía espectro, desolado en su apariencia material; más debo reconocer que no hallé la facha que sin miramientos delata al impío, retorcida así por las veleidades de su flaqueza, sino la especie de sincera agonía que expulsan las ánimas en las escaleras del purgatorio.
Mi plan de acción fue sencillo: célebre narcómano, era posible aprovechar la propensión malsana del señor Poe por el vino para recabar la confesión requerida. Que él había transgredido todas las leyes impuestas a la humanidad, desde la moral hasta la misma trama metafísica del universo, era innegable; así como los medios profanos por los que había logrado pervertir el santo orden de la realidad. Con todo esto designado por la Providencia, no cabía duda entonces de que las heréticas acciones del perseguido resultaban una afrenta alevosa a la pantocracia mayestática de nuestro Señor. Nada más menester de que reconociese la maldad que su existencia abrigaba, para estar en justa posición de procesarlo y así remitir su alma al séptimo círculo.
Ahora bien, es sabido que el señor Poe era un hatajo de nervios por sus mismas nefastas costumbres, además de aquello que el vulgo llama ‘una celebridad’. Si bien interpelarlo sin excusa alguna resultaba sencillo, no así obtener su confianza al momento; por lo que decidí recurrir a una estrategia que mucho me había servido en anteriores casos, con tantas almas perdidas a través de los eones. Me hice pasar por colega suyo, aunque fuera anti-platónicamente, en hipócrita virtud y cínico vicio. Ya lo esperaba en los muelles de aquel asentamiento que llaman ‘Baltimore’ cuando su ferry ancló. Entre los pasajeros por fin divisé a aquel por el que iba, llamándolo en esa horrenda lengua apenas romanizada, que por hábito dominó su puño y voz.
— ¡Señor Poe! ¡Señor Poe! ¿Un momento? — Giró como tuerca, safada por una voluntad invisible en contra suya. — Soy el capitán Don Ryles, fuimos compañeros en West Point, — no dijo nada. Mantuvo su mirada de picotazo en mí como en un recuerdo borroso. — Yo lo conozco a usted, igual que mucha otra gente, aunque es comprensible que usted no a mí, ya que yo era novato cuando lo sometieron a corte marcial. ¿No tiene tiempo para una copa? — Lo que pareció algún júbilo por el recuerdo de fechorías juveniles fue destrozado a la mención del licor, — no quiero presionarlo, pero deseo que sepa usted que fui de los muchos que contribuyó a la edición de aquel poemario suyo. Y me gustaría contarle algunas de las hilarantes reacciones que su obra provocó entre el alumnado ¡Vaya que nos llevó de paseo! — Percibí cierto malestar en su famosa frente, más lo conquisté con mi desenlace: — pero he de confesarle que yo conservo mi tomo, seguro de que a pesar de que no era lo que esperaba, tenía algo especial entre manos.
— Le pido me excuse, mon frère d'armes: ya no bebo más. — Su musical palabra me tomó por sorpresa, de timbre y soltura que en toda la eternidad hubiera esperado no solo en tan corriente idioma, sino por parte de quien ha concebido y plasmado truculentas imaginerías semejantes.
— ¡Por amor del cielo, señor Poe! no es necesario que brinde conmigo, al fin y al cabo la templanza no solo es admirable en un hombre si no bendita. — A pesar de que este giro del lenguaje le desagradó visiblemente, fue de provecho para convencerlo de que, si al fin y al cabo poseía un par de horas por matar antes de subir al tren a Filadelfia, bien podía ceder a las atenciones de un solícito desconocido.
Lo llevé a una taberna irlandesa cerca de la estación, para su pasmo ya que sin duda esperaba un escogimiento más elegante por parte de un capitán del ejército de los Estados Unidos. Pero era mi guisa la de pícaro forastero en aquella ciudad terrena y él, bien por su lóbrega reputación, poco sorprendería a nadie de ser visto en un local de tal ralea. Quizá por el ambiente mismo fue estimulado u obligado, después de algunos minutos de cháchara, a ordenar una copa de cognac; en contraste a la afición nativa por el whiskey. Así se ató por mano propia a la soga del patíbulo.
Fui testigo de su apabullante metamorfosis dipsómana: en verdad bastaba con un trago de alcohol resbalando por su lengua para que su porte se desplomara, la mirada nebulosa y una sudoración como de cristal gélido empañando sus facciones. Y a pesar de esto, de inmediato se reveló contra su común garbo taciturno, más animado que en sobriedad, exaltado realmente por la intoxicación. Dio comienzo a sus habituales anécdotas de andanzas por Francia e Inglaterra, así como aventuras en Rusia, Persia y África. Pidió la segunda copa. Era mi deber provocarlo, entonces o nunca.
— ¡Uno se pregunta a qué hora ha viajado tanto usted, señor Poe! En un par de años no se recorre medio mundo.
— ¿Duda acaso? — La briaga ferocidad de su mirada me informó que lograba mi propósito.
— No lo dudo, al contrario: sé que lo ha hecho, y más importantemente, cómo lo ha hecho.
— ¡Ryles! ¡Don Ryles! — La silla se echó para atrás, aterrorizada. Poca gente alrededor lo notó, — ¿usted de nuevo? — Elevé mi palma sin despegarme del respaldo.
— Cálmese, no soy Reynolds. Nada más lo estaba probando, señor Poe. A Reynolds ya lo cogimos. Ahora le toca a usted.
Tomó asiento. La segunda copa de cognac llegó, inadvertida del exabrupto; y así imperturbada se quedaría. Estuve seguro de que tenía el caso en la bolsa. En el pesado aire del lugar encallaban risas gorgoteantes de ebrios y famélicos repiques de copas. Era momento de rematarlo.
— ¿Qué fue lo que le prometió? — Poe me miró con temeraria sinceridad.
— Tengo la convicción de que no hice nada malo, y con ella iré a la tumba. Pese a lo cual me siento no avergonzado, pero sí temeroso y por el castigo, arrepentido. — Le di un trago al whiskey; uno verdadero, no como la libación fingida con la que entretenía el vaso en virtud de la actuación. Mi mejor tiro fue desviado y del mejor modo: ingenuamente. El perfumado fuego recorriendo mis entrañas me sugirió un arma de respaldo.
— Ya no digamos las cosas que ha escrito. — De lo indignado se le bajó la borrachera.
— Mis historias son resultado de profundas investigaciones y obras de ingenio, con el propósito de hacer sentir vivos a los lectores aunque sea por roces estéticos con la muerte. Si acaso habría de ganarme el paraíso inmortal es por mis poemas, primero, después la gloria de los hombres por mis relatos.
No me dejó ninguna otra salida. Había ido yo por un malévolo superlativo más no había dado con cosa otra que un vulgar y corriente pecador; siendo entonces mi tarea ayudarlo a salvar su alma o habiéndolo sido siempre, establecida así desde los albores del tiempo aún apenas revelada. Apuré el whiskey. Poe acariciaba la copa, estaba perdido en ella; sin ánimo de besarle. Aparté mi vaso vacío para recargar los codos en la mesa.
— Yo no apostaría todas mis fichas a eso, señor Poe. No se imagina lo lejos que llega una pequeña plegaria, aunque sea una decisión de la voluntad y no fe. Ahora va a decidir venir conmigo voluntariamente, y vamos a buscar una manera de desenredar el lío de lunáticos que usted y Reynolds hicieron. — Nos incorporamos al unísono, pero a unos pasos de la puerta Poe me atrapó por las solapas, aproximando por la fuerza nuestros rostros.
— La locura tan solo es la forma más elevada de inteligencia, mi buen señor.
Y me empujó contra una mesa atestada, con ese vigor sobrenatural del que únicamente son capaces los desquiciados, aprovechando para huir. Cinco días después Poe fue hallado catatónico, de bruces fuera del mismo tugurio en que tuvo lugar nuestra entrevista. A pesar de mis diligencias, no logré dar con él nuevamente a tiempo.”
Los infinitos ojos del excelso tribunal comprensivos y decepcionados de mí. La mueca alicaída del monseñor Lambruschini apenas comunicaba la gravedad de mi desempeño.
— Non spectant bonum, episcopi.
Por el fracaso de la misión fui excomulgado. Desde entonces, año con año llevo una copa de cognac a la tumba del occiso. El señor Poe abandonó este plano terrenal murmurando el nombre de Reynolds.

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