Las brujas, otro demográfico del abismo, tienden a congregarse para sus ritos de depravación: excretan maldición por sus poros fétidos, macerados en brebajes blasfemos, cuyo cometido es captar los mensajes del abismo, para después traducirlos de forma incompleta en aparatos de amplificación sónica, generando muros de ruido que sumerjan al oyente en contemplación inerte.
Es bien sabido que las brujas se alimentan de la esencia de la mente petrificada en la más profunda de las estupefacciones, y cuando el sonido cesa, la víctima no sabe como reaccionar; pero lamentablemente para él ya es tarde: las directrices abisales se han instalado dentro de su mente. Las maldiciones frenéticas desasosiegan el juicio, los gorgoreantes embrujos desestabilizan el cuerpo, la palabra de los metamofológicos entes reacomoda la sinapsis del receptáculo de perplejidad. El cuerpo, ahora un vehículo del vacío, está a merced de la voluntad de los que yacen en los tronos profundos, diseñando el tejido de la naturaleza insalubre que llaman realidad.
Los colectivos de brujas, adoradores encarecidos del abismo, cometen actos de vandálico suplicio a los pobladores de la superficialidad, transfigurando sus gustos e inclinaciones hacia el “sublime desenfoque”, estado más propenso de descenso a los conocimientos de lo prohibido, lo concupiscente, el ultimo bastión de la mente lúcida.
Así que los invitamos a presenciar los ritos de magia corrupta para su deleite hedonista.
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