El alarido me pescó como garra, sacándome del mar de la inconsciencia. Me puse de pie del susto. No podía deshacerme de la certeza de que me acechaba, podía sentirla detrás del follaje... Los gritos me perseguían, habían tomado mi rastro. En mi cabeza ya sólo se escuchaba “está lejos, está lejos”
Llanto cavernoso, ost por Sonidero Abisal
Mi conciencia regresó por los rebotes sobre la terracería. La noche todavía estaba azul. Potocki era el copiloto.
— ¡Qué bueno que al fin despierta! Dejamos atrás Guanagualitos hace como una hora, poco más ¿fue estridencia del agua? — el siseo furioso del río se hizo evidente, como si por un segundo yo no hubiera sido objeto de su ira. — ¿Dónde está?
— ¿Vamos por el buen camino? No se ofenda, licenciado, no es como que se haya graduado de cartógrafo.
— Siga, todavía falta. — Potocki se ríe.
— ¡Profesional ejemplar! disculpará a agente Bécquer, no está acostumbrado a caminos enredados de países como los nuestros. ¿No crees que habría otra razón para que licenciado se enfade? — Potocki gira completamente en la butaca para quedar de frente a mi — Creo que es tiempo de decirle la verdad, licenciado, aunque ya se habrá imaginado algo usted: no somos académicos, en verdad somos agentes. Formamos parte de una sociedad internacional, que se dedica a investigar fenómenos de cierto tipo.
— Paranormales.
— Por decirlo así.
— ¿El doctor Aragonés era agente también?
— No, era doctor, pero trabajaba con nosotros desde luego. Tenía un proyecto de “recolección” ¿sabe licenciado? llorona no es la única de su tipo. En viejo mundo existen entes similares, las banshee de islas británicas por ejemplo.
— Y en Galicia tienen a las “lavanderas”.
— Cierto. Verá licenciado, el doctor Aragonés desarrolló algo como método. Un modo sistemático para cazar entidades, quiso ponerle a prueba en otras partes del mundo. Eligió su país porque resulta exótico pero con “afinidad cultural”, aunque exoticidad resultó más indomable que afín ¿no le parece?
Seguimos sin decir nada, a veces hasta los agentes extranjeros se cansan de gritar. Calculé que eran alrededor de las nueve, cuando llegáramos con Don Chema ya estarían para acostarse él y su familia. Bécquer debió echarse la carretera como perseguido por la muerte, pero ya cuando me desperté no avanzábamos a más de treinta. El carro, un Ford que entonces tendría como un cuarto de siglo, avanzaba con la pesadez de una procesión. Estado para el que el motor carecía de costumbre, eso resultó más que evidente a medida que el cauce se aproximaba: su flujo era ronroneo comparado a la ronca carrera de la máquina.
— Está seguro que vamos bien ¿licenciado? me parece que hemos dejado atrás la rivera.
— ¡Preste atención al camino! el agua está justo debajo de nosotros, para que me entienda. — Potocki buscó de que agarrarse. — si hubiera luz ya saldrían las casitas, faltan como quince minutos.}
— Vale, ¡pero nada de jugarretas!, no pretendemos hacerle daño pero no vamos a titubear si usted sí a nosotros.
Cuando entramos a Lágrimas la oscuridad había sumergido todo. El resplandor bamboleante de fogones todavía despiertos se asomaba intermitente por alguna ventana, como espectros chocarreros. No le hacía, incluso ciego hubiera podido llegar a casa de Don Chema sin trastabillar. Toqué la puerta con toda la musicalidad que pude, igual el golpeteo cayó como el martillo sobre la tapa del cajón. Nada, como era de esperarse. Potocki prendió un cigarro, Bécquer aceptó el convite esta vez. Volví a tocar, con calma pero sin vacilaciones. El silencio permaneció acurrucado. Busqué las siluetas de los agentes, apenas rescatadas de la penumbra por la resolana lunar.
— Siga intentando, hay tiempo.
— Imagino que “hora de apogeo” de llorona es estándar ¿entre medianoche y tres de la mañana?
— Por ahi. — Ellos porque llevaban abrigos, pero a mi la noche ya se me estaba clavando en los huesos.
— Huehue Tlama Chema ¡nanaj tlautia!
— Recuerde licenciado, nada de trucos.
— Sí, sí.
— Fantástico, verdadero profesional.
Se la quise mentar a Potocki. Un ruidito por fin se removió dentro de la casa de adobe y palma, luego otro, murmullos como desgranado de maíz. La tapia que protegía la única ventana se abrió: una cabeza se asomó como empujada por un cuello tirano, toda envuelta excepto los ojos: negros como noche, brillantes como luna. Me desgajé en disculpas y explicaciones ininteligibles para los agentes, y hasta cierto grado, también para Don Chema.
Mi viejo amigo y maestro salió con una chamarra para mí. Cuando se metió en el carro me echó una mirada como si dijera “¿por qué me haces esto?”, se me clavó en la conciencia como esas espinas ganchudas.
— Vale pues, ¿tenemos que regresar al camino?
— Sí, y continuar subiendo hasta que sea imposible.
— ¿A qué altura es aproximadamente?
— Unos 6 o 7 kilómetros, poco menos de una hora.
— ¡Que llegamos a tiempo con nuestra dama!
Don Chema y yo íbamos en el asiento trasero. Él como estatua de madera, sin pegarse a la ventana no dejaba de ver a través del cristal. El gruñido del agua se iba disolviendo en el rumor de los insectos noctívagos. Potocki seguía fumando, como disfrutando del paseo nada más o arrullado por la canción de la noche. Yo no sabía si tranquilizar a Don Chema, lo que alarmaría a los agentes, o prevenirlos a ellos, lo que no enfadaría más a mi maestro pero no me daban ganas de hacer. Ya no hubo oportunidad ni de una ni de la otra: el viejo Ford se sacudió como si quisiera expulsarnos de sus entrañas.
— ¡Joder! se ha pinchado un neumático.
— Licenciado, ¿sería tan amable de salir para corroborar hipótesis del agente? — No respondí sólo dirigí la vista al retrovisor, los ojos de Potocki me esperaban ahí. — ¿Me escucha licenciado? creo que fue del lado de Don Chema.
Abrí la puerta, mi maestro preguntó qué pasaba. Le aseguré que todo estaba bien y descendí del vehículo. En cuanto estuve de pie el motor ronroneó y las ruedas se violentaron antes de rodar como impulsadas por un espanto. El azote de la puerta al cerrar amortiguado por la velocidad y la misma oscuridad espesa. Corrí detrás del Ford. Supongo que los agentes esperaban que regresara al pueblo, pero yo me clavé entre la espesura donde sentí que pasaba la vereda. Entre la negrura los faros del coche abrían cuarteaduras como ramas esqueléticas. Seguí guiado por la debilidad del sonido del agua. Me di cuenta que en realidad no iba por la vereda cuando me tropecé. No sé si fue una rama o una piedra, pero quedé en el suelo.
El alarido me pescó como garra, sacándome del mar de la inconsciencia. Me puse de pie del susto. No podía deshacerme de la certeza de que la llorona me acechaba. Aunque de antemano sabía que no, podía sentirla detrás del follaje. Junté los trozos de compostura que pude y seguí adelante. Los gritos me perseguían, habían tomado mi rastro. En mi cabeza ya sólo se escuchaba “está lejos, está lejos” como alarma extemporánea. La eternidad se había agotado cuando distinguí al Ford, pronto estaba en el perímetro de la cañada. Abajo la noche serpenteante resplandecía, era el agua muda. Aquel llanto depredador había desaparecido. Un bulto me derribó, el rostro alienígena casi me paraliza el corazón pero habló en cristiano a tiempo.
— ¡Por el cielo licenciado! casi me mata del susto ¿escuchó a llorona? — Potocki aprisionado bajo un visor nocturno y un respiradero, coronado por la pesada diadema de unos audífonos — ¡llanto traspasó estas cosas!
— ¡Suélteme! — No me hizo caso.
— El agente Bécquer está al otro lado ¿lo ve? los audífonos nos protegen de frecuencias del llanto, la máscara es en caso de posibles emanaciones. No quedan audífonos para usted, — señaló abajo — pero no se preocupe, le dimos par a Don Chema. — Mi amigo parado al filo del agua, como si me hubiera visto en ella alzó los ojos para encontrarme — Según usted tan sólo se pondrá algo triste.
Le acomodé un puñetazo al respirador y quise correr hacia Don Chema, pero el eco desgarrador que surgió del otro lado del río me mantuvo en el suelo. Pensé en mi madre, hasta que el terror me obnubiló.
Tuve que manejar yo el Ford de regreso a Guanaguales, y todavía hospedar al maltrecho Bécquer y a Potocki, que tampoco estaba del todo recompuesto. A los dos días se sintieron mejor, al menos como para largarse de vuelta a Europa. Semanas después recibí la llamada, Potocki disparó la pregunta.
— Y bien, licenciado Chavarrín, ¿le gustaría formar parte?
Así fue como me hice agente de la Sociedad. El proyecto de “cacería” iniciado por el doctor Aragonés nunca se retomó, tampoco volví a hablar con mi maestro.
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